jueves, 2 de octubre de 2008

02-10-08


Intenté marchar rápido del bar porque no había podido pagar el café. Estaba realmente sin un centavo, ni siquiera tenía monedas de esas de bronce. Pisé la calle y aceleré mi paso, lleno de culpa, y empecé a sudar el invierno, humedeciendo mi cuerpo debajo del grueso jersey que estaba debajo del abrigo rasgado que llevaba para protegerme del tiempo. Me paré al pasar dos calles, y apoyado contra una semáforo lo vi. Vi ese cielo de invierno, ese cielo claro sin nubes, con ese gran sol flotando encima de todos nosotros, por encima de todos los periódicos, de todos los perros callejeros, de las mujeres preciosas y de los coches caros. Me iluminaba la cara y me llenaba de energía, no sé exactamente cómo, pero me cambió el humor. Todo dió un gran giro y parecía que toda mi vida valía la pena, hasta el más pequeño acto que hubiera hecho, todo tenía su valor, respetaba todas y cada una de las cosas que había hecho. Incluso empecé a apreciar a los desconocidos que pasaban a mi lado. Esas caras con las que nunca me fijaba, que pasaban inadvertidas cada día. Encontraba que todo era bello, que era magnífico que todo esto estuviera aquí, esas personas en la calle, los enormes edificios -como ha podido el hombre construir estas cosas tan grandes, Cristo, en esto han trabajado cientos de hombres para que lo podamos ver ahora mismo, algún arquitecto o algo diseñó todo esto y escogió los materiales y ahora lo podemos ver, con fragmentos de sol pegados en las ventanas, cegándonos cuando intentamos mirarlas-, la belleza del tráfico, ahora coches, luego personas, luego otra vez coches, Dios, era precioso. Los locales llenos de gente, tomando sus cafés y sus pastas, los podemos ver a través de los cristales, hablan, hablan entre ellos, se comunican, se entienden, tienen ideas, hablan de lo que harán el fin de semana y se cuentan sus vidas y se escuchan, se escuchan todo el rato y se entienden, todos se entienden. Empecé a andar de nuevo, me desabroché el abrigo y dejé entrar el aire fresco, andé todo recto mirándolo todo, a todos y me sentía muy contento de pertenecer a todo esto, a toda esta idea de vivir y existir y pensé que nunca más saldría de un bar sin pagar, en todo caso hablaría con el dueño y llegaríamos a un acuerdo, lo entendería, tendría sentido, es normal quedarse sin dinero.




Llegué al edificio de oficinas, saludé al portero -buenas tardes Juan, voy al tercer piso-. Me dirigí a mi asiento, preparé mi mesa y empecé mi turno. No había ventanas y no podía ver nada. Quedaban 8 horas y no podía ver nada.

1 comentario:

Larsvondick dijo...

Magistral... Como siempre, Sr. Pol.